sábado, 28 de julio de 2012

Mar de penas, mar de sangre...



Esta historia es por petición. Así que, espero que la disfrute, que la disfruteis. =)


Con tan sólo seis años, ya sabía lo que era la muerte. Con ella se topó de bruces, un frío 6 de Enero. Tan sólo quería darle los buenos días a su padre y enseñarle su gran regalo de Reyes (“¡el coche policial de playmovil!), mientras su madre se ocupaba del desayuno en la cocina. La sonrisa brotaba de su boca, mientras apretaba la sirena de su nuevo juguete y lo arrastraba por el frío suelo del pasillo. Abre la puerta de la habitación de un golpe y en ese momento, sus zapatillas y su cochecito se empapan de ¡Sangre!. Pero Ezequiel ni siquiera gritó, nunca le ha temido a la muerte, y allí estaba, el cuerpo de su padre arropado por un mar rojo, un mar de penas que le llevaban acompañando durante los últimos meses. En su mano derecha, una pistola 9 mm Parabellum, en la otra, una nota. Con sus diminutas y temblorosas manos, Ezequiel acaricia lentamente la tez de su padre, y un escalofrío recorre su cuerpecito de metro cincuenta. Con cuidado, coge la nota, y lee torpemente…” lo-sien-to muuu-cho. Sieeeem-prrrr-e os lleeee-va-réé en miiii cora-zón. Eze, no deee-jes qu-é el rrrrru-ín de tuuuu pa-dre, a-rru-i-ne tu ilu-sión de ser policía. Seeee-rás el meee-jor policía de tooo-do el mun-do. Deees-de el cie-lo cui-da-ré de vo-so-tros.”
La ausencia de su padre, le había convertido en un niño muy protector, que siempre había cuidado de su madre. Hubiera querido tener un hermano, pero su madre nunca consiguió componer su corazón roto, el cual tiñió de un riguroso luto hasta el resto de sus dìas. Alfred, había sido el hombre de su vida y su corazón no merecía ser conquistado por nadie más. Sus fotos, seguían adornando las paredes del hogar, y su nombre brotaba por sus labios cada día, como si todavía existiese, como si nunca se hubiera ido del todo.
Desde pequeño, Ezequiel jugaba a ser como su padre, y este le ponía la gorra, la cual no asentaba en su pequeña cabeza de niño, y apenas le dejaba ver. Con ella correteaba por casa, y  aunque muchas veces le jugaba malas pasadas y acababa rebotando contra las paredes, nunca derramó una lágrima. Portar esa gorra suponía valentía - y los valientes no lloran, se repetía desde el frío suelo. Por eso, Ezequiel siempre quiso ser policía, la figura protectora en la que se había convertido, y un viejo y polvoriento uniforme colgado en el armario, le hacían soñar.
Pero la infancia de Ezequiel, no siempre fue fácil, ya no solo luchaba contra los “monstruos invasores”, sino que también contra la tristeza de su madre, la cual cayó en depresión a los pocos meses de la muerte de su padre. A consecuencia de esto, acompañado del pequeño subsidio que le había quedado al quedarse viuda; a duras penas, llegaban a fin de mes y 
cuando todavía su voz no se había tornado en grave, Ezequiel empezó a trabajar. Cada día, acudía a la fábrica de tuercas que había al lado de su casa, en donde se pasaba doce largas horas, cobrando el salario mínimo. Cuando llegaba a casa, solo tenía fuerzas para pegarse una ducha, tirarse sobre el duro colchón y soñar. Ese era su momento favorito, cuando cerraba los ojos y se convertía en el liberador, en el salvador de vidas por excelencia; noche tras noche se ponía su uniforme de “superhéroe” policial y se sumergía en la gran labor de derrotar el mal. Vivía mil aventuras, todas las que había perdido en su infancia. Pero cuando sonaba el despertador, sus sueños se rompían en pedazos, para dar paso a otro triste día gris en la fábrica.

El mismo día que cumplió los 18, al volver del trabajo, encima de su cama se encontró con un paquetito envuelto con suma delicadeza, con una tarjeta que ponía – “ Nunca dejes de soñar”. Te quiere. Mamá. Su corazón latía con fuerza y al abrirla, todo se paró de repente, para acariciar las tapas de dos libros forrados con el escudo policial. Por fin podría empezar a prepararse para ser el mejor agente del mundo, tal y como le había dicho su padre en aquella nota, en aquella última y dolorosa nota que le había acompañado cosida al corazón, desde aquella mañana fría mañana de Enero. Esa noche, Ezequiel soñó despierto, abrazado a su nuevo libro. Sabía que vendría una etapa dura, que tendría que esforzarse, pero lo que tenía claro es que lo conseguiría por encima de todas las cosas.
Pasaron los meses y día tras día, combinaba el trabajo en la fábrica, con deporte y noches de estudio. El cansancio era insoportable, y cada vez su cuerpo el cual intentaba semejarse al acero de la fábrica de tuercas , se acababa pareciendo más a una figura de hielo, que se derretía un poco más, cada día, y el cual acababa rendido, a la vez que su subconsciente repasaba mentalmente supuestos, procedimientos y leyes.
No fue fácil, pero al pasar el año, Ezquiel se encontraba preparado para el gran día. Hacía un sol expléndido en la ciudad de Ávila. Su madre, se encontraba sentada en las gradas, había hecho una cola de horas, pero ahí estaba con los ojos enrojecidos, mirando al horizonte y recordando quizás, tiempos mejores.
En unos segundos, el campo se llenó de gente, de hombres y mujeres con sendos uniformes azul marino, que se agrupaban en largas filas y que tras el grito- ¡¡¡FOOOOR- MEN!!!, todas esas personas, se acaban transformando en inmóviles estatuas de piedra, incluido, su hijo. El acto fue largo, pero emotivo, sobre todo cuando las miles de gorras pasaron a formar parte del cielo. –“Seguro que Alfred estaría orgulloso”, y por primera vez, lo mencionó en pasado. Por fin, volverían a ser una familia, el tiempo había pasado y se había dado cuenta de toda la infancia que le había hecho perder a su hijo. Se sintió culpable y con una sonrisa cómplice miró al cielo, y corrió a abrazarlo, ya que todavía permanecía en el campo celebrando su gran sueño.
En Octubre, Ezequiel, pasó a formar parte de la plantilla del SAF (Servicio de Atención a la Familia) en el distrito de Villaverde (Madrid). Y a los pocos meses, sin duda, se había convertido en uno de los mejores policías de su comisaría. Entraba a trabajar con una sonrisa, y le acompañaba todos los días, y en cada caso. Sin duda, su vida se había estabilizado, ya podía dormir por las noches y soñar de día, ya podía ir descosiendo de su alma, aquella nota que había encontrado hace años, acompañando al cadáver de su padre.
Todo parecía sonreírle, su madre había dejado la depresión bajo el claro cielo de Ávila y él también había tocado el cielo y allí arriba, estaría sonriéndole también, su padre.
Una mañana de Agosto, algo alteró la normalidad de Ezequiel, unos ojos verdes se adentraron en su despacho y en su vida. No sabía que era exactamente lo que se escondía detrás de esa mirada tan apagada, pero a la vez tan llena de luz. Sarah era una jovencita de unos 24 años, alta, delgada, y con la tez clara. No podía dejar de mirarla, había algo en ella que le trasmitía paz y tranquilidad,a la vez que le aceleraba el corazón.
Pero Sarah por el contrario, era incapaz de levantar la mirada, mientras que intentaba controlar el tembleque de sus piernas, que le hacían caminar con torpeza por el despacho.
– Ya te puedes ir, Manuel. Yo cogeré el caso. Comenta Eze.
– Dime, como te llamas.
-Me llamo Sarah.
-¿Estás bien Sarah?, ¿necesitas un vaso de agua?. Sientate. - Exclama Ezequiel, al ver que las piernas de Sarah, no dejaban de moverse.
- No, gracias. Responde tímidamente.
- Cuéntame, ¿en qué puedo ayudarte?. Pregunta con firmeza Ezequiel.
Pero Sarah no puede articular palabra y con una suave expresión en sus labios, levanta el jersey y deja asomar la parte lateral de la espalda, la cual está totalmente amoratada.
-Me ha…me ha tirado por las escaleras. Titubea.
Todavía pensativa, alarga el brazo y deja ver pequeñas quemaduras que lo cubren.
– Me … ha quemado.
-¿Sarah quién te ha hecho eso?. Mi compañero me ha dicho que una vecina nos había llamado, porque llevabas horas llorando en el portal.
- Me… ha echado de casa…
-¡¡¡¿¿¿Cómo?!!! ¿Quién te ha hecho eso? Tienes que denunciar Sarah.
- No…puedo. Contesta sonrojándose.
- Claro que puedes, nosotros te ayudaremos. ¿Es tu pareja? Si es así, si lo haces le pondremos una orden de alejamiento.
- Si… pero no quiero denunciar.
- ¿Cómo no vas a denunciar, Sara?
-Tengo miedo. Contesta, sin poder parar de temblar, y además…no quiero que le pase nada. Yo...lo quiero.
- Sarah, mírame a los ojos. No te va a pasar nada. Nosotros te ayudaremos. ¿Dónde vas a dormir hoy?
 No sé…
- Hoy, por lo pronto, vendrás a mi casa, son casi las doce de la noche, mañana seguiremos con la denuncia.
Y Desde ese día, Eze se convirtió en el compañero inseparable de Sarah. Ella era su luz, su horizonte, la brújula que le guiaba en los días oscuros. Sarah, por el contrario, también se había quedado prendada de esos ojos castaños y tranquilizadores, que cada mañana trasmitían la ilusión de vivir, de volver a confiar en un hombre. A Sarah ya no le molestaban sus cicatrices porque estas solo la habían hecho más fuerte, estaba salvada, liberada y él la había rescatado, le había devuelto la vida. Era su héroe, el hombre con el que quería pasar el resto de sus días. Solo él podía darle la libertad de las olas, del inmenso océano; y a la vez, sentirse tan protegida.
Sarah, no tardó en rehacer su vida, en tocar el cielo. Su expareja estaba en la cárcel, y ya nada, podría arrancarle la sonrisa.
Un mañana, alguién le agarró por la espalda:
-Hija de puta. Le espeta.

-¡Oh, no!. Es él. Piensa Sarah
Y en ese momento, un profundo grito suena dejándose ocultar entre la rutina de la ciudad. Una puñalada seca que le atravesa los pulmones y le roza el corazón, arrebatándole la vida, aquella que tanto la había castigado, pero la que tanto apreciaba con Ezequiel. Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, suena el teléfono en la sala del 091:
-Un homicidio en la c/ Postes 35. Zeta diez, para H50. Acuda al lugar de los hechos.

Ezequiel tenía un presentimiento, así que arrancó el coche “k” del grupo y pisando el acelerador hasta el fondo, se dirigió al lugar de los hechos. Algo había en su interior, que le hacía temblar, y a la vez que iban quemándose los km, su alma se quemaba también con ellos. Cuando llega al lugar de los hechos,se encuentra con ella, tirada en el suelo, inmóvil.  Eze se derrumba, se marchita. La autopsia dictaminó que Sarah estaba embarazada. Iba a ser padre, y le habían arrebatado todo lo que más quería, le habían marchitado la felicidad y le habían apagado la vida.

Los días siguientes a la muerte de Sarah, Ezequiel deambulaba por la ciudad como un espectro, esperando a que alguien “superior” se apiadara de él y le abriera las puertas del cielo. Ya no podía más, la botella de whisky le acompañaba en cada minuto de sus días, intentando borrar esos ojos verdes, esa mirada tan profunda. Intentando olvidar que iba a ser padre, que por una vez en la vida iba a ser más felíz de lo que nunca se habría imaginado. Ezequiel se dirige a su habitación, miles de recuerdos invaden esas paredes, que le aprisionan. Se ahoga, le falta el aire. Le da otro sorbo al whisky, y las imágenes de su padre tirado en el suelo, le rodean. Se acerca a su mochila, ahí está su parabellum de 9mm, similar a la que había acabado con la vida de su padre. La acaricia con suavidad, y la deja sobre la mesita de noche. Cuidadosamente, saca su uniforme del armario, y con las    lágrimas en los ojos se lo pone lentamente, mientras las imágenes le siguen bombardeando. Los ojos verdes de Sarah, su sonrisa, aquella que tanto le había costado sacarle. Se la imagina con la barriguita de embarazada, y se pone a llorar de impotencia. Acaba de ponerse el uniforme, se coloca la gorra, y sin pensárselo dos veces, coge la pistola, está cargada. Levanta la mano derecha y la coloca rozando la frente a modo de saludo. Se coloca con firmeza, elevando ligeramente el pecho. Con la izquierda, quita el seguro, y aprieta el gatillo. Fue rápido. El tiro en la sien le hace perder la conciencia en el mismo segundo. Su cuerpo queda tendido en el suelo, empapado en un mar de sangre, el mismo que hace unos años había ahogado a su padre y del que, en el fondo, nunca logró liberarse del todo.
Pic: Benjamin Lacombe

domingo, 1 de julio de 2012

Hasta que la muerte nos separe

Te levantas dando tumbos,  según el calendario ya  ha pasado un año, pero para ti, parece que fue ayer. Voces retumban en tú cabeza, quizás por todo lo que has bebido la noche pasada, o por todo lo que bebes últimamente. Evitas mirarte al espejo mientras te peinas, consciente de esas ojeras que hunden tu cara,  haciendo de ella todo un mar de pena. Te preparas un café, a la vez que enciendes la radio. Suena una canción de fondo… mierda,  suena tu  canción, vuestra canción. Aquella que tantas veces  habías escuchado, y la que ahora, detestas con todas tus fuerzas. Aquellos eran tiempos mejores, tiempos, en los que tu corazón todavía latía al compás de cada nota. Ahora, las notas se cuelan por tu cuerpo, y apuñalan tu corazón, haciéndolo mil pedazos.
 Sin quererlo, te evades,  recuerdas como os conocisteis, cuando, donde, y que  supiste que sería el hombre de tu vida. Sus ojos se clavaron en ti, y aún hoy en día, no han dejado de hacerlo. - Maldita  mirada, piensas. Sigue sonando la canción, saboreas el café, y sin apenas darte cuenta, estás llorando. Sin embargo, el sonido del teléfono te despierta y recuerdas aquella terrible llamada, pero esta vez no es él, es tu amiga preocupada por tu salud. - "¡Es prácticamente imposible que puedas vivir sin ver la luz del día! ¡Salgamos a dar un paseo!¡ Vámonos de compras! te dice eufórica". - "Quizás mañana, le contestas, hoy estoy demasiado cansada". Sin apenas acabar de pronunciar las palabras, cuelgas el teléfono de golpe, te quema.
 Te evades de nuevo y recuerdas aquellas últimas palabras, - “Te amo desde el primer día y te seguiré amando aunque mi corazón deje de latir”.  Ni siquiera habías podido responderle, cuando una voz desconocida continúa la conversación. – “La misión en Afganistán está siendo un fracaso. Unos talibanes le dispararon” dice la voz en tono entrecortado. “Él, quiso hablar contigo… antes de… de… morirse”. Su, su… pareja, acaba de fallecer. Lo siento mucho”. “Él siempre hablaba de ti, de que esta sería la última…”. De repente la voz desconocida, se pone a llorar. Y tú, sin darte cuenta, estás en el suelo, sin poder hablar, sin poder moverte, sin querer vivir. Te pellizcas para saber si es real, a la vez que te apresuras a llamarlo. Lo llamas, una y cien veces, un tono, otro tono… hasta que el teléfono se apaga. Ya no hay señal, ni la habrá nunca, su teléfono, a la par que su corazón, se apagaría para siempre.
Todavía incrédula, enciendes la televisión y… “muere un militar español tiroteado en Afganistán. Se trata del sargento primero….” Y en ese momento dicen su nombre… Tu corazón se parte, y tú te mueres con él, aunque sigas respirando. Desde ese fatídico día no hay un segundo que no te acuerdes de él y de sus últimas palabras –“Te amo desde el primer día y te seguiré amando aunque mi corazón deje de latir”. Y tenía razón, tu corazón está roto y aun así lo sigues queriendo. No sabes cómo has podido sobrevivir al funeral, a la semana después… en realidad no sabes cómo has podido sobrevivir desde entonces.
            Cuando lo conociste no te importaba que fuera militar, pero si lo hizo cuando te enamoraste, los primeros meses de su ausencia y todos los que vinieron después. Empezaste a odiar las misiones y a enamorarte de esa promesa que te hizo una vez y que no había llegado a cumplir. “Por ti, lo dejaré todo. Mi mayor misión es estar contigo”. – “Embustero, piensas. Me dejaste sola.”
Quedaban tres meses para vuestra boda y tú tachabas los días en el calendario para que acabara toda la pesadilla, estaba a punto de terminar la misión, solo quedaban tres días, tu felicidad todavía brotaba en tu rostro, y todavía sabías lo que era sonreír; en tres días estaríais juntos de nuevo, lo abrazarías y nunca jamás, volveríais a separaros. Justi en ese momento, recuerdas que el vestido de novia todavía cuelga en el armario, le quitas la funda y te lo pruebas, te queda grande, - “ya no luce como antes”,  piensas. Te  miras al espejo, y te imaginas caminando hacia el altar, pero cuando intentas cogerle la mano, el sueño se esfuma. Recuerdas que todavía debes tener alguna pastilla de antes de que los médicos te dieran por imposible. Abres el cajón, ese cajón que no tocabas desde hace un año, coges su traje de militar, junto a él una medalla que le dieron el día de su funeral. – “De que sirve ya esto”, piensas a la vez que la lanzas a la basura.
 Hueles su uniforme, todavía huele a él; lo abrazas a la vez que ingieres el bote de pastillas. “Hasta que la muerte nos separe.”- Piensas y entonces el teléfono suena, lo oyes de fondo pero ya no te quedan fuerzas para cogerlo. Era tu amiga, para asegurarse de que todavía seguías viva, pero en realidad, llevabas muerta desde hace un año, justo desde el día que escuchaste esa maldita frase.
 Tu corazón ya estaba parado,  hoy simplemente, habías dejado de respirar.
Pic. Benjamin Lacombe