Cuando ya estaba en el vientre, su madre ya sabía que sería una princesa. Cuando nació, le llamó Darinka (princesa en checoslovaco). Su tez era blanca como la nieve, su piel suave como la seda, sus ojos azules como el mar, sus labios rojos como el rubí y sus cabellos rubios como el oro. Darinka, no sólo era el nombre de una princesa, sino que había nacido con un don; el don de ser niña para siempre.
La pequeña princesa, no vivía en el mayor de los castillos, su casa no era demasiado grande, pero su padre le había construido una torreta donde instalaron su habitación. Desde ella, Darinka tenía la mejor de las vistas, y sus mejores sueños. Desde su pequeña ventana su imaginación volaba al igual que las hojas vuelan con el viento en otoño; viajaba a través de su mente, a través del tiempo, para reencontrarse con su príncipe encantado. Había leído tanto sobre princesas, sobre príncipes, que se enamoraba una y otra vez del apuesto joven que tantas veces había dibujado en su mente; y sólo a través de su imaginación, la pequeña princesita, se podía olvidar de su don y de la triste realidad con la que se encontraba cada vez que sus piececitos salían de las cuatro paredes de su habitación, y que le obligaba a bajar de las nubes.
Una fría mañana, mientras asomaba sus ojitos azules aún medio cerrados por el sueño, a través de la ventana; se encontró con él, su príncipe azul; (bueno, o si no era el, se parecía bastante). Darinka, se había enamorado, pero esta vez, sin necesidad de soñar, era real. Cada mañana, programaba el despertador para la misma hora y corría hacia su ventana para reencontrase con su príncipe, con el amor de sus sueños, de su vida. Así Darinka pasó meses, hasta que se armó de valor y decidió conocerlo personalmente. – Estoy harta de los libros de fantasía, tengo 16 años, ya soy mayor. Hoy voy a conocer a mi amor (se repitió una y otra vez). Esa mañana, se levantó con los ojos más abiertos que nunca, se puso su mejor vestido, peinó su cabello rubio con suma delicadeza, y cogió prestado de su madre, un labial rojo, que aún destacaba más su pálida tez. Bajó las escaleras de dos en dos, tomó apresuradamente su vaso de leche y corrió hacia donde le esperaba su príncipe azul. Pero antes de que los pequeños pies de Darinka alcanzasen su objetivo; el príncipe se giró hacia ella, cruzaron miradas, mientras este se acercaba cada vez más, tanto que pasó por su lado sin apenas mirarla. Y allí estaba ella, la bruja de los cuentos que cada vez que pisaba la realidad, le hacía recordar que no podía desprenderse tan fácilmente de su gran don, “el de ser niña para siempre”.